Un pez de colores
Un pez de colores en una pecera demasiado pequeña no decía mucho acerca de quien escribía al otro lado de la pantalla de whatsapp. “Ven a las tres y media, mis padres se van a pasear al pueblo”. Una carita sonriente escupiendo un pequeño corazón era el término de la frase y seguidamente otro mensaje: el lugar de encuentro. Aran conocía la cascada, estuvo una vez allí en el 92 y tampoco entonces caía una mísera gota de agua, pero eso era lo de menos, la cascada era el enclave de los amores furtivos y de los que tenían fecha de caducidad, concreta y especialmente la fecha límite de las vacaciones de verano. Responder era una osadía, no se consideraba valiente y cabía la posibilidad que no fuese el auténtico destinatario del mensaje, pero las dos semanas de camping mutaban en su mente a una condena de años, el tedio nadaba tan dentro de sus huesos que comenzaba a comportarse como un crio de cinco años cada vez que sus padres contraatacaban con otro intento de comunicación verbal. Sus